Lunacharski, el comunista que «juzgó» a Dios por crímenes contra la
humanidad
En 1918, este comisario de Instrucción Pública de Lenin y
posterior embajador en España en la Segunda República organizó en
Moscú un juicio contra el Todopoderoso en el que fue «imputado»
por genocidio y «condenado a muerte»
«La religión es como un clavo. Cuanto más se la golpea en la cabeza, más
penetra», dijo Anatoly Lunacharski en 1923. Y debía saber de lo que hablaba este comisario de Instrucción Pública de Lenin,
que había dedicado gran parte de su vida a perseguir a la Iglesia tras
el triunfo de la Revolución Rusa en 1917.
Él y sus camaradas bolcheviques estaban convencidos de que podían
erradicar la religión de la noche a la mañana y, como tal, se dedicaron
a confiscar los bienes eclesiásticos, destruir monasterios, organizar
procesiones simbólicas en las que se ridiculizaba a dioses y profetas y
a erigir cadalsos en los que se decapitaban y quemaban efigies del Papa.
Pero el hecho más sorprendente e insólito fue el que protagonizó
Lunacharski en enero de 1918: el «Juicio del Estado Soviético contra
Dios». Un acontecimiento que tuvo lugar un año después de que elzar
Nicolán II fuera derrocado, al inicio del considerado primer periodo (1918-1923) de la persecución
sistemática contra la Iglesia en Rusia, y que coincidía con la primera
época de la exaltación del delirio iconoclasta (dícese de quienes destruyen figuras sagradas,o íconos).
En esta vorágine de acontecimientos se organizó en Moscú un tribunal
popular presidido por el tal Lunacharski,
que se declaró absolutamente competente para juzgar al Todopoderoso por
sus «crímenes contra la Humanidad».
El 16 de enero, y con una gran cantidad de público presente en aquel
«circo» histórico, comenzó el proceso en el que, durante más de cinco
horas, se produjo la lectura de todos los cargos que el pueblo ruso, en
representación del resto de la especie humana, formulaba contra el
«reo». La imputación principal parecía estar clara para los fiscales
bolcheviques: Dios era «culpable» de genocidio.
No parecía haber diferencias entre aquel juicio «divino» y otro de
índole más terrenal. Los detalles estaban perfectamente cuidados, como
si de un juicio legal se tratara: en el banquillo de los acusados se
colocó una Biblia, los fiscales presentaron una gran cantidad de pruebas
basadas en testimonios históricos y los defensores designados por el
Estado soviético presentaron bastantes pruebas de su inocencia, llegando
incluso a pedir la absolución del «acusado», alegando que padecía una
«grave demencia y trastornos psíquicos», no siendo responsable de lo que
se le achacaba.
Otro detalle importante de esta historia es que el presidente del
tribunal no era exactamente un ignorante en lo que a cuestiones de
religión se trataba. Todo lo contrario. Lunacharski que en 1933 sería
nombrado precisamente embajador en España de la URSS
aprovechó sus largas temporadas en la cárcel, antes de 1917,
para estudiar intensamente la historia de las religiones, a la que ya se
había dedicado durante años en París, como reconoce en su autobiografía.
De hecho, la intención de su libro «Religión y socialismo», que provocó
una violenta condena por parte de los miembros de su partido, era
incorporar al marxismo los valores religiosos y salvacionales que se
encontraban en las formas religiosas y cristianas. Esto le puso en
contra a muchos de sus camaradas.
Sentencia de muerte
El 17 de enero de 1917, tras cinco horas de testimonios, apelaciones y
protestas, el tribunal declaró finalmente «culpable» a Dios de los
delitos que había sido acusado: genocidio y crímenes contra la
Humanidad. A Lunacharski ya sólo le quedó leer la sentencia: el Señor
moriría fusilado a la mañana del día siguiente y no se daría hasta
entonces la posibilidad de interponer ningún tipo de recurso, ni
establecer el más mínimo aplazamiento.
La pena de muerte fue ejecutada por un pelotón de fusilamiento,
disparando varias ráfagas al cielo de Moscú.
Pocos años después, entre 1923 y 1929, la astucia del pensamiento
bolchevique aconsejó no repetir este tipo de actos ni la persecución
abierta contra la Iglesia que habían protagonizado en los años
anteriores, e incluso el mismo Lunacharski condenó los excesos cometidos
en este sentido, antes de morir en el camino hacia España, cuando se
dirigía a ocupar su cargo en la embajada.
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